Tuve el honor de conocer a Anto en agosto de 2010, en ocasión de cursar una maestría. La primera semana no tuvimos la oportunidad de charlar, pero no pasó mucho tiempo para que nuestra amistad comenzara a florecer. La primera vez que hablé con ella fue en una situación muy graciosa: la clase estaba empezando y su celular, accidentalmente, empezó a reproducir en alta voz la canción que venía escuchando con los auriculares: “Colgando en tus manos”, de Carlos Baute. ¡Pobre santa! Se puso colorada como un tomate, y de los nervios no podía apagar la música. Inmediatamente la ayudé a apagar el teléfono para salir de esta situación embarazosa. Solucionado el percance, empezamos a reírnos con una risa cómplice. En el descanso fuimos al bar que estaba al lado de la Universidad a tomar un café, ese bar que tantas veces escuchó nuestras risas, nuestras preocupaciones. Creo que la conexión fue inmediata. Ese día empezamos a entendernos con el lenguaje de la mirada.
Si me piden que enuncie lo más característico de su persona, sin pensarlo digo que su sonrisa, su carcajada, su mirada tierna e incondicional, su bondad, su lealtad, su solidaridad, su gran compromiso social, todo ello sin dejar de mencionar su excepcional profesionalismo. Sin dudas, Anto es amor puro, un ser transparente, que siempre bregó por intentar que quienes la rodeaban estén cada día un poco mejor, en todo sentido. Estoy segura que no existe persona que haya conocido a Anto y que diga lo contrario.
Después de ese 1 de septiembre de 2013, cuando recibí la noticia, me enojé mucho con el destino, principalmente por haberme truncado la posibilidad de decirle muchas más veces cuánto la quiero, por haberme arrebatado tantas vivencias, fundamentalmente por no haberme permitido compartir más momentos con ella, porque si hablamos en términos de tiempo, nuestra amistad fue corta, apenas tres años. Sin embargo, con el paso de los días, de las semanas, de los meses, me di cuenta que muchas veces caminaba por la calle y escuchaba su voz, recordaba su risa, su frescura, y todo eso, me sacaba una sonrisa. Fue entonces cuando entendí que esas pequeñas cosas, esos momentos vividos, son los grandes tesoros que hicieron que nuestra amistad fuese única e intensa, que no importaban ni cuántos días, ni cuántas horas, ni cuántos minutos habíamos compartidos, sino que al vivirlos, habíamos sido felices.
Anto, sin darse cuenta, me enseñó mucho. No puedo negar que dejó una huella imborrable en mí. Voy a estar eternamente agradecida a la vida el haberme cruzado en su camino y en el de toda su maravillosa familia, hoy envuelta en tanto dolor. Como dije antes, Anto es puro amor, y confío fervorosamente en que el amor vence al odio, y que nadie va a poder acallar la voz de la verdad, la verdad que toda la comunidad de San Pedro conoce y que trasciende las fronteras de esa ciudad, la única verdad.
Por último, Anto, amiga, mucho tiempo me costó comprender que ya no voy a poder verte, pero sé que me vas a escuchar, y lo más maravilloso de todo, sé que nunca se me va a olvidar tu voz, aunque pierda la memoria. ¡Te quiero!
Natalia Villalba Lastra
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