Porque así fue, desde que el primer habitante del planeta, logró incorporarse y transformarse en bípedo; el pueblo siempre fue anterior a la ciudad.
Sean dos o diez, el pueblo, se identifica por sus costumbres, culturas y por esa fantasía colectiva de hacer de lo individual, algo conujunto. Retroceda, lea otra vez la frase, “fantasía colectiva de hacer de lo individual algo conjunto”. Tan contradictoria y zumbona, -la frase- que el huérfano perro Mendieta (1), culminaría con su típica y sencilla reflexión “que lo parió!”
La cuestión, es que ha llegado el Centenario y con el, la vulgaridad de medir el tiempo en lustros, décadas, siglos, eras… y ahora con la “posmodernidad” en días, horas, minutos, segundos, fracciones de segundos y partículas de esos mínimos tics, que permiten viajar a la información por todo el planeta y al mismo tiempo.
Ser filósofo, pensador o ignoto periodistas, puede simularse muy bien, abriendo una página en una computadora, para que la gente no diferencie lo banal de lo esencial o la excelencia y la precariedad.
El tema es “trascender”, no importa ya el modo o la virtud del sacrificio. No era, por supuesto, lo mismo trascender en 1816, viajando en carreta para intentar definir cómo podría ser una nación, que armar un blog (2) en el que figuren como gran hazaña, haber asistido al Congreso de la Lengua sin haber leído “Cien años de Soledad” o el magnífico “Martín Fierro”.
En fin, la “trascendencia” hoy bien puede confundirse con la fama, el éxito o la popularidad. Tres cuestiones para las que solo basta “salir por televisión”, “lograr reconocimiento por parte de otro tan poco exitoso como uno” o “atarse al reloj de la torre municipal” para adquirir la popularidad que por otros méritos no se tienen.
A donde va la humanidad hoy. Esa una pregunta mínima frente a la dimensión que cobran 100 años de una ciudad que no ha podido resistir ostentar ese título, pudiendo ser simplemente un PUEBLO.
Tal vez, la propia esclavitud de la trascendencia que hoy pretende este ejemplar, sea un buen modo de entender cómo “trascender” implica abandonar el estado natural de las cosas, para intentar ser algo “más importante”.
En esa carrera estamos, los que imaginamos el bicentenario con miles de ciudadanos, buscando este ejemplar para saber qué fue lo que sucedió en el pasado, para apretar en los puños el presente con mayor dignidad, algo de lo que hoy como “sociedad” carecemos. Ser sociedad implica que todos podamos compartir un mismo objetivo. Ser socios, perseguir un fin, sea lícito o no…
Pueblo y ciudad
Tener una visión superlativamente humana, es para la Real Academia Española, una tarea difícil. Uno piensa que al buscar un vocablo, encontrará las palabras exactas con las que intenta definir su situación ante la vida. Pues bien, parece que una vez más, la realidad se da de bruces con el deseo. Para el diccionario, la palabra PUEBLO proviene del latín “populis” y sus posibles definiciones son estas cinco.
1.. Ciudad o villa.
2.. Población de menor categoría.
3.. Conjunto de personas de un lugar, región o país.
4.. Gente común y humilde de una población.
5.. País con gobierno independiente.
Cualquiera de sus acepciones, resulta escasa a la hora de definir las sensaciones de cualquier ser humano que se precie de vivir en un pueblo como San Pedro. Al menos, la tercera acepción que es una mera definición de situación parece demasiado pobre: “Conjunto de personas de un lugar, región o país”. Es obvio que para justificar semejante definición, hacen faltas personas que vivan en un mismo lugar, sin hacerse preguntas acerca de los límites geográficos que tendrá la misma, por la absurda idea de haber hecho de la división política o física un paradigma imposible de derrotar.
Veamos que pasa con CIUDAD, que además de iniciarse con la tercer letra del abecedario –en los tiempos que corren la ortografía es una antigüedad- implica algo supuestamente más grande. La palabra Ciudad, proviene de la asociación de dos palabras en latín: civitas – atis y tiene del mismo modo que “el pueblo”, cinco posibilidades para definirse:
1.. Conjunto de edificios y calles, regidos por un ayuntamiento, cuya población densa y numerosa se dedica por lo común a actividades no agrícolas.
2.. Lo urbano, en oposición a lo rural.
3.. Ayuntamiento o cabildo de cualquier ciudad.
4.. Título de algunas poblaciones que gozaban de mayores preeminencias que las villas.
5.. Diputados o procuradores en Cortes, que representaban una ciudad en lo antiguo
Peor que peor, ninguna de sus acepciones alcanza para resumir aquello que uno siente en su condición de “ciudadano”.
Se dice y se festeja que cumplimos 100 años como alguna de estas alternativas. Si bien no estamos en condiciones de superar a la Real Academia… podemos atrevernos a buscar nuestras propias e internas definiciones sobre cuál es la verdadera condición humana que permite que personas que nacen en un mismo lugar se sientan parte de un pueblo, o con un poco más de ambición: una ciudad.
Es rápidamente aceptable pensar que es más fácil ser pueblo que ciudad, porque para lo primero, solo hace falta la sensación de estar presente en un lugar y a un mismo tiempo; convivir. En cambio para lo segundo, las responsabilidades aumentan, no solo hay que estar en un mismo sitio y al mismo tiempo, sino además relacionarse con el otro de acuerdo a las reglas que en cada lugar se dicten, una vez que uno ha alcanzado el número suficiente de personas para ser galardonado con el título de “ciudad”. Ninguna ciudad en el mundo se ha creado por una cuestión solidaria, sino por la simple superación de una cifra básica y la construcción de un conjunto de reglas que rijan la convivencia de aquellos felices pueblerinos que no estaban en lo más mínimo preocupados por llegar a la categoría superior. Nada diremos hoy de lo que cuesta como pueblo, llegar a diplomarse de Provincia y mucho menos de Nación.
En el 2000 también
Alguien que tome por asalto, estas simples reflexiones de un periódico “de pueblo”, no necesitará demasiado para encontrar la pasión con la que defendemos la dimensión de la libertad que nos permite ser habitantes y testigos calificados del crecimiento de un pueblo, que nunca sabe a dónde va. San Pedro no es más que una reducida porción de la República Argentina. Un tramo de tierra que tiene límites precisos en ríos o en imaginarios alambrados que nos separan de otras ciudades. Es, en números, una ínfima cantidad de familias que habitan un mismo territorio y “eligen” quedarse en ese lugar para transitar el tiempo con la menor cantidad de contratiempos posibles.
Seres humanos de diferentes generaciones que comparten costumbres, necesidades, anhelos, angustias, desesperanzas, resignaciones, felicidades…
Los une el sentido de pertenencia y el orgullo de creer que por haber alcanzado la categoría de ciudad, están llamados a hacer cosas más importantes que las que hacían sus antecesores.
Quien pretenda remontarse a los primeros habitantes de este suelo, comprenderá que sólo la naturaleza y la casualidad ha podido ponerlos en este sitio que hoy tiene características topográficas, densidad de población, índice de necesidades básicas insatisfechas, producto bruto per cápita, presupuesto anual de gastos y recursos, edificios donde una familia vive arriba de otra -porque parece que nadie ha advertido que abajo hay mas lugar que arriba-, índice de desocupación, estadísticas de deserción escolar y todo aquello que “el progreso” les ha regalado a esas familias que aquí se gestaron sin pensar que el futuro las llevaría a utilizar el cerebro, para plantearse las máximas contradicciones que por el solo hecho de ser “humanos”, se plantean a diario descerrajando palabras que aún no han sido ni siquiera inventadas.
Los que pisan los 90 años, dirán que “antes se vivía mejor” y los que están por nacer, les preguntarán para qué han venido, si el presente es tan insoportable.
La insoportable levedad del ser
Pocos títulos han sido tan acertados como este, para definir esa sensación permanente de tener que recorrer los huecos de la vida para encontrar que lo simple no siempre es adversario de lo complejo. Aunque lo complejo, siempre nos lleve inexorablemente a buscar en lo simple, los pocos pero placenteros minutos de felicidad plena, que se miden a cuentagotas a lo largo de la existencia.
Ya han hecho los principales filósofos y pensadores de todos los tiempos, la dimensión espacial donde se acuna el pensamiento, la reflexión y el ser o su deber ser. En ese trajín de exprimir las ideas que aún rigen el pensamiento en el mundo, dividiendo o juntando según sea la conveniencia del momento, cabe detenerse en el instante presente, en este día puntual, en este festejo centenario que tiene como punto de partida un paupérrimo propósito de dividir el tiempo.
Ser pueblo, no es lo mismo que ser ciudad y no es precisamente por las puñaladas que se le asestan a diario a las viejas casonas para transformarlas en albergues turísticos que “traerán mucha plata para la gente”, sin darse cuenta que la gente jamás necesitaría plata, si la aldea hubiese mantenido sus principios solidarios donde el “todos comen lo mucho o poco que hay” y comparten el espacio que los protege de las inclemencias climáticas.
En este clima enrarecido de festejos, algunos andamos con ganas de escribir algo que nos detenga para tratar de discernir qué queremos y cómo queremos seguir siendo ciudad pero con alma de pueblo.
Seremos pocos o muchos, pero los suficientes como para pretender buscar esas cuestiones elementales que hacen que ser pueblo, sea más satisfactorio que ser CIUDAD.
Devolvernos a nosotros mismos el placer de vislumbrar el río y el amanecer, sin más trabajo que elevar la mirada al horizonte. Entregarnos cada día el regalo de la dignidad de fabricar nuestro propio pan, aunque no llegue “el progreso”, desmembrar ese espantoso modelo de representación que en otros tiempos fue el beneficio para la selección de los mejores y mas nobles y hoy, es la postal obscena de lo peor del ser humano. Ser pueblo nos permitiría mirar al prójimo con las sabias palabras del revolucionario Jesucristo, cuando dejó como legado humanitario la frase “la verdad nos hará libres”. Animarnos a decir que somos y seremos libres a partir del respeto de nuestros propios deseos y no al encastre en el deseo ajeno por llevarnos al espacio infinito, solo para comprobar si hay alguien que pueda exhibir una “civilización mejor que la nuestra”, pues eso no sería tarea difícil para nadie, ya que de civilizado queda poco y siempre será imposible ser mejor que lo peor que tenemos.
Somos pueblo
Somos esto que somos. Un pueblo que aún se resiste a ser ciudad, pese a las puñaladas que esta señora le ha asestado a nuestra memoria. Resistimos, aunque aterricen helicópteros cargados de primeras damas, con los bolsillos llenos de cheques para hacer de las frías escuelas rurales con patios de campo y pasto, un cubo donde convivan las estufas eléctricas, con los mensajes de texto que abrevian y no multiplican palabras y silencian los gritos de una sociedad que clama por un instante de tranquilidad. Somos ese pueblo que se distrae a menudo con el ficticio progreso de ser el mejor país del mundo, cuando deberíamos ser el mejor mundo de pueblos. Estamos asidos al último eslabón de la soga que se mece en el precipicio de la globalización y la modernidad. Miramos para arriba, tratando de invocar a una nueva generación de humanos, hijos y nietos nuestros que tome la clava que sostiene la soga y nos remonte a la lógica habitabilidad del aire puro, los pastos y los peces, los panes y los frutos, las aguas y las tierras no contaminadas.
Deberíamos ser un pueblo que simula ser ciudad, solo para las visitas. Andando en pantuflas todo el año y torturándonos con tacos, trajes y corbatas para la ocasión. Soplar las velitas y esperar a que se vayan, para mirarnos y seguir siendo NOSOTROS y no una parte de ELLOS.
En fin, somos un semanario y una radio de pueblo. Un maravilloso par de medios que rescata palabras perdidas con el único afán de la trascendencia y la pelea cuerpo a cuerpo contra el tiempo futuro, porque sabemos que lo mejor que podrá encontrar el hombre que en el bicentenario tome este texto, es un puñado de hombres y mujeres que aniquilaban con misiles de palabras todo intento de abandonar las verdaderas costumbres de pueblo que hicieron felices a nuestros viejos y deberían hacer felices a nuestros hijos.
Somos los que empuñamos la espada de una verdad que lastima a los que no piensan como nosotros, pero cicatriza el corazón con las caricias que la brisa que golpea las mejillas en las barrancas, nos devuelve la condición de personas.
En esta entrega, sabrán quienes nos sucedan quienes estaban en cada lugar de poder, cuando esto se escribía y guardarán en sus retinas las fotos del presente y del pasado que dejamos impresas, sin el riesgo de que un virus inyectado en el disco de una computadora se de el lujo de borrarlos.