Un sampedrino testigo del horror de la Amia
En un nuevo aniversario del atentado a la mutual judía, el bombero Patricio Pérez, que con apenas 22 años trabajó arduamente como rescatista, buscando entre los escombros los cuerpos y sobrevivientes, recuerda esa experiencia. El relato estremecedor de un hombre que siguió su vocación de salvar vidas arriesgando la propia.
Patricio Pérez es un sampedrino por adopción, bombero de la Policía Federal que tuvo la dura tarea de rescatista durante el atentado contra la Asociación Mutual Israelita Argentina, donde le tocó trabajar en medio del horror: “El 18 de julio del 94’ mi guardia empezó a las 8.00 de la mañana en el cuartel quinto Belgrano de bomberos, cuando llegué fui a comprar pan para el desayuno; cuando volví no podía creer lo que había pasado”, recuerda.
El domingo pasado se cumplió un nuevo aniversario del atentado a la Amia. Dieciséis años pasaron de aquel día en que el estallido de una bomba provocó la muerte de 85 personas y dejó más de 300 heridos, instalando el dolor en todo el país.
Sólo polvo quedó de la sede de la organización judía ubicada en Pasteur 633 tras ese 18 de julio a las 9.53 de la mañana. El recuerdo vivo de quienes perdieron sus amores, sus padres, sus hijos, hermanos y amigos en lo que para muchos es el acto antijudío más horroroso después de la Segunda Guerra Mundial, seguirá reclamando justicia para siempre.
Patricio Pérez llegaba al cuartel donde aún trabaja como todos los días, las imágenes, las conversaciones de otros cuarteles, la desesperación dieron cuenta que ese sería el día que marcaría un antes y un después en su carrera como bombero.
“Venía de comprar el pan para desayunar, escuché algo muy lejos, nos preguntamos por el ruido, y empiezan a salir de los cuarteles las primeras dotaciones, que salían a un derrumbe con personas atrapadas, cuando llegan se encuentra con el edificio destruido y lleno de víctimas”, narró.
Pérez no estaba en jurisdicción de la zona de la Amia, pero debido a la gravedad del caso trabajaron todos los bomberos de la Policía Federal. A él le tocó ir en horas de la noche, allí estuvo desde las 22.00 hasta las 10.00 del día siguiente.
“Era una noche de mucho frío. Cuando llegué, miré todo el edificio; empecé a trepar una montaña gigante de escombros y empezamos a buscar gente, los que estaban ahí venían y te decían: ‘¿Y mi mamá, y mi hermano, y mi papá?’”, recuerda.
El sampedrino asegura que uno de los problemas más grandes a los que debieron enfrentarse fue a la desorganización propia de algo inesperado. Por ello, las primeras horas de trabajo estuvieron marcadas por las dificultades; los curiosos y los familiares de las víctimas interferían en el accionar, hasta que vallaron el lugar y la situación mejoró notablemente.
Con los avances, hoy un hecho de esas características se podría haber paliado de manera diferente, ya que en la actualidad existe el Sifem, Sistema Federal de Emergencia, un programa formado por Jefes de bomberos, policiales y del Servicio de Atención Médica (SAME), y de acuerdo a la catástrofe está delineado cómo son las directivas. Hay normativas para los trabajos a desarrollar y quién se responsabiliza de cada cosa, lo que en ese momento no existía.
Los recursos eran escasos para una situación de desborde. Con lo que se trabajó por entonces fue Triage, un sistema de clasificación de las víctimas masivas. Se trata de tarjetas de colores que se colocan en las manos para calificar el tipo de traslado, dependiendo de la urgencia del caso.
“Lo que me acuerdo patente es la desesperación de los familiares queriendo sacar ellos pedazos de escombros buscando a sus familiares, porque sabían que estaban trabajando adentro”, dice con la voz entrecortada el sampedrino y detalla: “Todo era manual, no se podían usar máquinas porque había personas con vida, trabajamos con herramientas hidráulicas, me tocó sacar muchos restos, los poníamos en bolsas de consorcio y los llevábamos a las unidades de la morgue”.
Para el país esa fecha fue escalofriante. Muchos guardan en su memoria las imágenes de esa cobertura mediática que duró días. Alrededor de las cuatro manzanas no había vidrios enteros, vecinos de la Amia perdieron la vida en el acto producto de la fuerte explosión.
Historia de un bombero
Patricio Pérez nació en San Martín de Los Andes, Neuquén, y allí comenzó su carrera como bombero, todavía cursando la primaria; con sólo 12 años era “mascota” de un cuartel. Las cosas de la vida lo trajeron a San Pedro a los 16 años, donde conoció a Carlos Vallejos, tercera generación de Bomberos en la ciudad, hermano, amigo y compañero de ruta: “Es mi compadre, nos fuimos en la adolescencia y todavía estamos juntos, en algunas intervenciones nos toca juntos”, cuenta Pérez.
Empezaron en la sede local, cuando al mando estaba Emilio Estévez. Dos años después decidieron ir a Buenos Aires. “Lo recuerdo como si fuera ayer. Le dije a Alberto Olivera, un hombre y amigo que estaba muy relacionado a Bomberos: ‘¿Me podés hacer un contacto con alguien en Capital?’, y enseguida llamó por teléfono al Jefe del Cuartel de Belgrano (que murió en un incendio años después) y me dijo: ‘Listo, cuando quieras te vas’, y así fue; todavía le agradezco ese favor, que me marcó”, detalla.
Meses después ya estaba viviendo en Capital Federal. Su carrera profesional la hizo viviendo durante un año en un cuartel de bomberos y después comenzó las tareas en la central, donde aún permanece.
“En mis años de trabajo, la peor sensación la tuve en la Amia, cuando terminó mi guardia me vine a San Pedro, me acosté y cuando vi las imágenes caí en la cuenta que yo había estado trabajando en el lugar, esa noche no sentí ni el frío”, relata.
Patricio Pérez recuerda que cada veinte minutos, aproximadamente, se accionaba una alarma y se hacia silencio para escuchar los gritos de los que estaban vivos, para detectar la ubicación. Gracias a esa metodología pudieron rescatar varias personas.
Allí no terminaría la tarea de bomberos. Días después comenzaron los trabajos con máquinas con las que separaban los escombros y los llevaban a un predio abierto en la Ciudad Universitaria, sede de la UBA, donde se depositaban en un parque, se clasificaban y después hacían una búsqueda posterior de los restos.
Fueron horas traumáticas, desesperantes para Pérez, que después de dos décadas apagando incendios y rescatando personas, cuando viene a San Pedro usa sus horas libres para manejar su taxi, con el que dice que se despeja y distrae hablando con sus pasajeros.
Además, continúa con las guardias como bombero voluntario en nuestra localidad. Allí pasa los domingos enteros con su hijo, que con cinco años se fascina por el mundo de su papá, aunque él dice: “Por un lado me gustaría que hiciera lo mismo que yo, para continuar con la descendencia, pero por otro lado me da muchísimo miedo”.
Después de tanto tiempo, ratifica la decisión que tomó cuando tenía 16 años: “Pese a todo, quiero seguir trabajando para salvar gente, esa es mi gran motivación, saber que de uno puede depender la vida de otro y la alegría de sus familiares”.